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Mi mayor placer en las mañanas de agosto es desayunar a la puerta de casa, saboreando praderas y niebla que desciende de los montes. Solo se escuchan trinos y el aire entre los manzanos. Huele a hierba. Soy granadina de adopción desde los seis años. Nací en Oviedo. Mi padre era granadino y se enamoró de una asturiana y su tierra cuando fue a dirigir la electrificación del tren. Soportaba muy mal el calor, huía de él cuando podía. Como aquel día de julio en que nací. Conducía por Castilla, ventanillas bajadas, deseando llegar al mar. Él me puso el nombre.

Del sur al norte, del Mediterráneo al Cantábrico, vivo entre dos maravillosas tierras con mar y montañas. Aunque me gusta decir que soy asturiana de aldea; una del Concejo de Soto del Barco, que desde praderas desciende suavemente hasta el mar y la ría del Nalón: La Corrada. Mis padres soñaban con sus otras tierras, así que cada verano cruzábamos España. ¡Qué coches y carreteras aquellos! Dos puertos de montaña tremendos: Despeñaperros y Pajares. Menos mal que hacíamos noche en el Parador de Villacastin. Me gustaba su olor a madera y las mullidas alfombras rojas de los pasillos.

Curiosidades del destino, mi abuelo Fernando tenía un comercio de ultramarinos en Granada, que se llamaba “La Asturiana”; en el local donde ahora está la cafetería restaurante Vía Colón. Aún no conocían a mi madre cuando cerraron la tienda. Desde los balcones de aquella casa, en el cierre acristalado (lugar favorito de mi abuela Charo para ver pasar las tardes) yo descubría con ella cosas estupendas: cuentos ilustrados, zampagotes de luz en las paredes, cabalgata de Reyes y coches de caballos, aceitunas rellenas y mejillones en escabeche para merendar, hacer muñequitos con cabezas de garbanzo y restos de telas. Aunque los largos veranos de la infancia eran asturianos.

A pesar de las vueltas que ha dado mi vida, no he dejado de volver a las raíces. Literalmente, porque se extienden por debajo del suelo de la casa. Las de la higuera centenaria que amparaba los cortejos de los bisabuelos. Continúo una tradición de veraneos familiares desde 1875, en la casa que construyó mi tatarabuelo Bernardo Carreño cuando volvió de Cuba. Algunos familiares fueron emigrantes del XIX buscando futuro en Las Américas. Pronto dejó viuda y con tres hijos a María. Me gusta imaginarla leyendo novelas que aún conservamos, y echándole mucho valor y trabajo a esa vida rural de entonces.

Remodelando casa y vidas, siguen los reencuentros cada verano en las fiestas de San Lorenzo, el 10 de agosto, en torno a la casa que las mujeres de la familia fueron heredando a lo largo de seis generaciones. Esos días suenan las gaitas, se tiran voladores, la Procesión sube hasta La Capillina, donde merendamos el bollu preñau en la romería. Y por las noches, verbenas en el prao, sin lluvia de estrellas porque estos cielos aman las nubes. ¡Cuánto juego, bailes y amores primeros nos regalaron las verbenas! En estas fiestas, el himno de Asturias emocionando hasta la médula diluye límites espaciales y temporales. Los bisabuelos quisieron dejarlo pintado en la chimenea.

Las rememoranzas genealógicas y convivencia con vecinos queridos de toda la vida me aportan un valioso plus de sentimiento de pertenencia. Nos acompaña la memoria de muchas historias familiares, aquí y al otro lado del Atlántico. Heredada de su tío Mario, hacer árboles genealógicos era la afición favorita de mi madre en las tardes lluviosas. En el que fue su último verano en La Corrada, consiguió dibujar centenarias tramas familiares en 8 metros de papel milimetrado. Usaba el papel con el que hacía planos, y lápices de dibujo; sus otras aficiones. En ese día húmedo de San Lorenzo 2020 nos relató su desplegable sobre la hierba; luego lo planchó cuidadosamente. Tristeza. Ahora, el eco de sus palabras recorta jirones en la niebla.

Aquí disfrutamos además de una bellísima y tranquila naturaleza, para jugar, pasear, contemplar. Cuando era pequeña, había un bar y una tienda en la que Lucita vendía de todo y se mezclaban los olores de tejidos, harina, legumbres, piensos, clavos. La leche, manteca y queso de afuega´l pitu íbamos a comprarlos a casa de Maruja. Vacas y gallinas siempre han estado libres por estas praderas.

Hacíamos cabañas, tallas de palos, cogíamos manzanas y grillos. Los juegos de policías y ladrones duraban horas. Y un verano, todos nos unimos en el mismo bando, el de policías, cuando asesinaron a Azucena en su casa. Nos impactó mucho; conmigo era cariñosa, me llevaba en su caballo cuando volvía de comprar, por aquel camino de tierra que cruza el monte hasta La Tejera. Fue impresionante estar en un escenario que parecía sacado de las novelas de Agatha Christie, que por aquel entonces yo leía incansable. Durante años la llamamos la casa del crimen. Actualmente es un hotel rural.

Muy cerca, perduran desde la guerra civil nidos de ametralladoras. Es una colina sobre el río Nalón, con grandes vistas. Nos contaban los abuelos cómo se cruzaba a nado para escapar de un bando o de otro, que disparaban desde ambas orillas. Nuestra imaginación recreaba así aventuras peligrosas y emocionantes para jugar, porque también se conserva cerca de casa parte de una capilla que dicen pudo formar parte del primitivo Camino de Santiago, de cuando Pravia -que se ve a lo lejos, junto al Nalón- fue capital del reino asturiano.

Quizá recorriera aquellos lares con su corte Adosinda, nieta de Pelayo, esposa brava del rey Silo. Debería ser en algún descanso que les dejaran las interminables luchas contra los musulmanes. ¡Quien iba a decirme entonces que yo quedaría cautivada por el legado andalusí años después! Muchas sangres pueblan mis venas. Ahora, escribo a la sombra del granado que plantamos en esta tierra astur.

Todo el día al aire libre, corriendo sin límites ni peligros. No importaba la lluvia con aquellas maravillosas botas verdes de goma para pisar charcos y barro. Una infancia sin televisión. Al ser lo suficientemente mayor como para sujetar una pala, el abuelo empezó a llevarme con él cuando cortaban alguno de los montes. Descubríamos extrañas mariposas, luciérnagas, cuevas subterráneas y casas abandonadas.

Más recuerdos siguen acudiendo en tropel. Ir a la playa con los primos a pasar el día era otro disfrute inmenso de arena fina, agua helada y pozas con rocas llenas de “conchitas”.

Nuestras madres llevaban grandes cestas: invariablemente, tortilla de patata, paraguas y chaqueta. Con una familia muy cantarina, no solo de ópera y coro, muchas canciones han llenado de alegría y nostalgia las reuniones. También resonaban historias y cuentos de los abuelos, narrados a media voz los días de tormenta, crepitando el fuego de la chimenea de azulejos pintados. Les gustaba escribir, en libretas de pastas blandas; así nació probablemente mi afición escritora. Y el fascinante miedo infantil lo invocábamos para subir al desván, acercarnos a “La tumba del Faraón” (así llamó el abuelo Luis a la fuente y el pozo que construyó en la finca), las excursiones nocturnas por los caminos del monte o cerca del cementerio, al mando de las linternas de los mayores.

Ese universo fantástico, emocional y sensorial de la infancia se me quedó pegado a la piel del alma. Y como nos ha hecho felices, seguimos manteniendo y celebrando el espíritu de La Corrada. Todos nuestros hijos han pasado aquí veranos entrañables. Así que acuden cada año; algunos de ellos, emigrantes del XXI, vuelan miles de kilómetros para poder estar en San Lorenzo. Es un ambiente que permanece casi inalterable a pesar del tiempo y las sacudidas vitales. Porque, extrañamente, aquí sigue sin llegar el turismo. Será que no hay bar ni tiendas, solo un par de hoteles rurales para amantes del caminar y el sosiego. Ahora, con la pandemia del coronavirus, respiramos los días con mucha seguridad. Podemos mantener distancias enormes, verdes y húmedas. Asturias sigue siendo para mí un paraíso.

Ya viene el agua de nubes a reverdecer Asturias, pues el viento del nordeste se aleja furioso. Aunque es probable que Septiembre nos devuelva los soles robados al verano.

Mar Morales Hevia

Autor Mar Morales Hevia

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