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En época de pandemia, quedarnos en casa nos protege. Crear hogar es motivo de salud y bienestar, donde puede comenzar la felicidad aún en tiempos difíciles.

Como en casa, en ningún sitio, decía mi abuela. Hogar, feliz hogar, se titula un capítulo del libro “El cerebro feliz”, una entretenida obra del neurocientífico y humorista Dean Burnett, del Instituto de Medicina Psicológica y Neurociencias Clínicas de la Universidad de Cardiff. Aporta una visión sobre cómo el significado de ser humanos puede hundirse en las raíces evolutivas del cerebro y considera que la felicidad comienza en casa. Pues bien, volviendo a la creencia de mi abuela, de adolescente yo no compartía aquella afirmación. A excepción de mi cuarto, el mejor refugio, estaba deseando salir de casa de mis padres a conocer mundo. Ya hice unos cuantos recorridos de media y larga distancia, pero ahora la pandemia del coronavirus nos frena y recluye. El imperativo mundial es cuídate y cuida, “quédate en casa”.

Nuestras casas, el mejor refugio. Un refugio es un espacio libre de amenazas para nuestra integridad física o emocional. Así que el desafío actual es incluir en los hogares el restaurante, el templo, el hospital, la biblioteca, el aula, el gimnasio, el taller, el parque, el despacho, la sala de espectáculos…Aunque para muchas personas esta soledad impuesta de quedarnos en casa está siendo positiva,  mantener la salud física y mental puede volverse peliagudo, sobre todo porque llevamos casi un año en esta situación, a  pesar de ir adaptándonos.

Soy hogareña y valoro el hogar como ese lugar en el que siempre eres bien recibido y al que estás deseando volver. A estas alturas de mi vida, porque conozco  bastantes experiencias propias y ajenas sobre lo que es crear y reconstruir hogares, me apunto a la defensa de que la felicidad comienza en casa, incluso sin compañía. Y de que a partir de ahí sigue su recorrido por otros territorios. Me seduce pues hacer una incursión por los vericuetos de la mente, y saber qué dice la ciencia sobre el cerebro y la idea de mi abuela.

Comparto con muchas personas el alivio y el placer de regresar a casa después de largas jornadas de trabajo o batallas emocionales en otros escenarios. Y en estos momentos tan difíciles para la mayoría, el espacio hogareño puede volverse un salvavidas. O una cárcel. Según eso, quizá tengamos que hacer cambios urgentemente, pues parece que la pandemia ha venido para quedarse un tiempo.

 ¿Qué hay en nuestro hogar que se activan sensaciones positivas en nuestro cerebro y hace que nos sintamos felices? Esto no parece tener mucha lógica desde el punto de vista neurocientífico, si consideramos que el cerebro se habitúa a lo familiar y deja de reaccionar y tener interés cuando los estímulos son repetidos y previsibles. Es decir, que no hay novedad, un suculento aliciente para la actividad de nuestras neuronas. La clave está en que el cerebro deja de responder a los estímulos que no tienen consecuencias biológicas relevantes. Al sistema nervioso le importa mucho mantenernos vivos y nos recompensa con sensaciones placenteras cuando conseguimos algo que necesitamos. Sí, he dicho necesitamos, no deseamos. Como dormir, beber, o sentirnos a salvo y seguros en casa si desaparecieran las calles y el aire lo colonizaran virus, mosquitos, o malos humos, los nuevos depredadores que nos amenazan.

La frase antigua española de “es una mujer muy de su casa” se me  transforma en algo así como que es una persona muy de su calle. Darnos cuenta de cuánto se vive en la calle nos abruma en estos momentos a la hora de auto confinarnos en nuestras casas. Toca cerrar puertas y abrir ventanas.

La pandemia y la incertidumbre que nos seguirán rondando los próximos meses, son una novedad considerable. Estamos rodeados de estímulos que sí tienen consecuencias biológicas relevantes, como la enfermedad o incluso la muerte. Por ello, dejemos que nuestro instinto nos guíe para crear espacios hogareños en los que nos encontremos seguros y podamos resolver nuestras necesidades sin salir de casa. Será un giro cultural para los españoles, que estamos muy acostumbrados a hacer la vida y las relaciones fuera del hogar; habíamos injertado bares y viajes en nuestra piel psicosocial.

A todo lo bueno se acostumbra uno. Bien que lo sabemos. Y a casi todo lo malo, también; salvo excepciones como el dolor intenso, sea físico o moral. Este fenómeno psicológico se denomina habituación. Pero hay algo interesante: nuestro cerebro “anula” esa habituación cuando se trata de cuestiones importantes. Que, si son positivas y beneficiosas, activan los circuitos cerebrales de recompensa. Por eso seguimos sintiéndonos muy bien con nuestras aficiones o espacios familiares y acostumbrados.

El hogar lo llevamos en los genes, y no es algo cultural o aprendido. Atiende a la necesidad biológica de protección y seguridad. Quién no ha sentido alguna vez inseguridad o miedo estando lejos del hogar; o lo que es peor, si se pierde la casa, con todas sus pertenencias y referencias. Yo aún recuerdo intensas pesadillas en las que me encontraba en noches tormentosas; estaba sola, había perdido el camino a mi casa y me habían robado el bolso y la maleta.

Cuando nuestro hogar se ve amenazado, afortunadamente, la mayoría de nosotros somos capaces de superar adversidades y manejar recursos para sobreponernos a situaciones críticas. O no tan críticas, como una reestructuración o cambio de domicilio, que puede acarrearnos no pocos quebraderos de cabeza y ansiedades hasta que nos instalamos. Porque nuestro cerebro está altamente dotado para ello. Ciertamente, desde el punto de vista evolutivo, los seres humanos llevamos un recorrido para la supervivencia muchísimo más largo que para la felicidad. Aunque mientras escribo estas líneas, siento un desgarro por la situación mundial de tantas personas sin hogar, que se vuelve pandémica. ¿Podemos mirar hacia otro lado?

Ahora, pienso como mi abuela. Como en casa, en ningún sitio.

Mar Morales Hevia

Autor Mar Morales Hevia

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Únete a la conversación Un comentario

  • Chely dice:

    Estupendo articulo. Deberiamos de reflexiona sobre lo que a tantos les supone la confinación
    en su confortable casa, cuando tanta personas no tienen donde meterse.
    Pienso en la vivacidad que encuentras en la mirada y la sonrisa de los niños en países más vulnerables a menudo.

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